martes, 3 de junio de 2008

Mímesis: aprendizaje de estrategias de mercadillo

En ocasiones el monstruo se apodera de las palabras y convive en algunas personas. Va pegado a ellas casi invisible, dejando a los otros sin respuesta y suele generar ésta o aquella excusa, ésta o aquella exigencia, sin permitir que se razonen demasiado los asuntos. Es entonces cuando en el otro aparece la mordaza, la mirada velada, la voz de desgaste y la guardia alta por si ataca de nuevo con la estrategia de mercadillo para que se haga esto y aquello o, si te atreves a cuestionar las cosas, aparece el monstruo con todo su resentimiento: no eres capaz de amar porque no eres capaz de hacer lo que te pide por amor, y, ¿qué te pide? Que le digas a tu hermano que encierre a sus gatos, cuando vayáis a su casa, porque producen enfermedades; que le digas a tu madre que no le ponga carne a la paella porque tu pareja es vegetariana; que dejes de hablar de poesía con tus colegas porque no la entiende y se pone "nefrític@"; o que hagas que empecemos la reforma de la casa de enfrente que es mía igual que de ellos, y una vez empezada tengas que retirarte porque has cometido un allanamiento de morada, y entonces no pagues a los albañiles porque no han hecho casi nada, y tú les pagas a escondidas, y ya no volverán a saludarte igual.

Entonces piensas en aquel beso bajo las estrellas, una noche de verano cuando todavía eras ácrata, casi poeta, capaz de ver otras cosas allí donde todos veían lo mismo; piensas en el beso y los besos posteriores y piensas una y otra vez en qué fue aquello que tú viste que nadie vio, y te cuesta mucho recordar, asumir lo que te pasa cuando te pasa.

Y érase una vez, un cuerpo dándose a ti, no pasa nada si yo también tengo pareja, pero esta noche es tan bonita, parece que las hayan colgado una a una para mirar cómo nos amamos; y tú le dices que no llevas barrera y te dice que no pasa nada que lleva de todo. Y así así comienzas a dejar de creer en ti porque si no lo haces eres detestable: has tocado su cuerpo y ahora le dejas. Y sigues por ese camino que desconoces, porque siempre habías tratado de evitarlo, y ves que no lleva a ningún lugar como todos, que va en círculo (pero, ojo, porque este tiene monstruo): pareja, niños, la hipoteca; y el piso es demasiado pequeño para su sueño y aparece una hipoteca mayor, mucho mayor (o el monstruo) y su sueño se instala, por fin, en forma de consulta de naturista de cursillo que promociona la vida sana (con monstruo), y agonizas. Pero ¿qué vas a hacer ahora? ¿Qué vas a hacer? No razones. Deja dormir al monstruo. Ve sigilosamente para no despertarle, puedes ir algún domingo a la librería y tocas y ojeas y hueles los libros de poesía ¡qué pena!

Tu ser de pronto tan henchido de futuro más de treinta y cinco años de futuro de no poder comprar ni salir ni pensar en otra cosa que no sea que el monstruo siga dormido; y, a pesar de todo, en ocasiones, cuando el mundo se llena de malas personas que le miran porque imparte cursos de dietética teniendo un importante sobrepeso, tienes que hacer algo, lo que sea pero hazlo: y te quejas a tu hermano por aquello de que no encerró los gatos y eso enfrió vuestras relaciones de hermanos; o vas a tu madre y te quejas de que tu pareja tuvo que dejar el vegetarianismo por su culpa, por poner siempre carne en las paellas… y lo haces por teléfono en su presencia, con tono serio y con enfado, con el mismo tono de reproche que utiliza contigo, para que vea que tú también sabes, efectivamente, que alguien tiene la culpa de todo.